Que cantaba muy bien. Eso fue lo que me
dijo Héctor para describirme figurativamente sus habilidades con el
micrófono. Y allí la tenía, de rodillas frente a mí, con la mitad
de mi carne en su garganta, hurgándole la piel del paladar y
placenteramente rozando mi glande alternativamente entre sus labios.
Verdaderamente cantaba bien...
Nunca he creído en el destino. Eso de que las cosas están escritas en un librito o en los astros me parece una pendejada enorme, pero a veces algunas cosas lo ponen a uno a pensar mejor, o por lo menos un poco más, en las convicciones propias.
Las cosas empezaron una tarde que
estaba en el Millenium, ese mall de forma horrorosa que vendió hasta
la disposición de las sillas de la feria para formar el logo de un
refresco. Sin embargo, estaba allí en uno de los restaurantes que
más me gustaba visitar, junto con mi mujer. Nuestra mesa era al aire
libre y se separaba del pasillo por una barrera metálica a medio
cuerpo, que permitía una visión perfecta de todo lo que se moviese
por allí. Para ella, culos masculinos, paquetes, abdominales,
pectorales, rostros, bíceps. Para mí culos femeninos, piernas
infinitas, cinturas, caderas, tetas, ojos... y así fue que me
enganché con Laila.
Venía hacia mí una muchacha de unos
20 a 23 años, con una sonrisa limpia, genuina, de esas que no quedan
muchas (sonrisas, no muchachas); y unos ojos achinados, como de gata
en celo, del mismo color que la miel que cubría mi ensalada. Piel
blanquísima y cabello pelirrojo, obviamente entintado. Rellenita y
de baja estatura, era como un durazno llamándome a morder. A su lado
iba un joven no menos grueso, de estatura media y de nariz
prominente. Era Héctor, pero claro, aún no lo conocía. Los vi
pasar y le comenté a mi compañera lo fantástico que sería
inventar algo con esa pareja tan joven. Nosotros les llevábamos no
menos de 10 años a ellos.
El episodio no pasó de allí, y casi
lo había olvidado, hasta que un día me encontré en las redes de
ligue swinger con el perfil de una pareja que buscaba intercambios.
Les escribí y el sonido típico del chat me dejó saber que había
respuesta. Al cabo de unos minutos decidimos intercambiar fotos y
casi se me cae la quijada al comprobar quiénes eran. Efectivamente
se trataba de Héctor y Laila, y querían matar las ganas esa misma
noche. No vacilé y los invité al apartamento a que pasaran un rato.
Johanna, que así se llama mi
compañera, ya estaba lista para dormir porque al día siguiente la
esperaba una dura labor desde muy temprano, así que me encomendó
mucho que no hiciéramos demasiado ruido y que luego le contara cómo
me había ido.
Mientras los invitados llegaban tuve
oportunidad de verificar cada detalle de mi higiene; quería dar la
mejor impresión posible a ambos. Además, como no tenía vino, saqué
la infaltable de ron añejo, y le pedí a los chicos que trajesen
cola negra. Limón había en casa.
Cuando llegaron, estaban muy
encendidos... aparte de un poco bebidos, también estaban excitados.
Se notaba que se habían estado toqueteando en el carro durante el
corto viaje. En el ascensor, él no dejaba de meterle mano y de una
vez me invitó a incorporarme, pero yo preferí llevar las cosas con
más calma. Prefiero degustar lentamente que llenarme de sopetón.
Entramos a casa y nos sentamos en el
sofá. Yo había colocado un disco de jazz y había sido cuidadoso de
dejar encendidas sólo las luces de piso, así que nos acompañaba
una iluminación cálida y una trompeta o una guitarra aparecían de
vez en vez para amenizar la conversa, que fue corta. Nos habíamos
presentado en el ascensor, y no quedaba mucho más por averiguar.
Cuando me disponía a entregarle los
vasos de cuba libre a la pareja, Laila decidió dejar caer hacia el
brazo uno de los tirantes de la blusa que usaba, con lo que su seno
blanco, con el erguido pezón rosado, era tan tentador como un helado
de fresa al mediodía. Sin perder tiempo, Héctor le cogió la teta
expuesta y yo me acerqué para lamer la punta delicada. Cuando la
probé un rato, succionando, lamiendo y calentando la piel, sin
previo aviso le pasé un hielo por la nuca, y soltó un grito leve, y
sonreída se sacó la blusa con la excusa de mostrarme cómo se le
había erizado toda la espalda. Y los pezones ahora lucían erguidos,
rígidos, erectos.
Yo estaba muy cómodo, con un pantalón
ligero, camiseta sin mangas y cero ropa interior. Había cogido unas
sandalias para buscar a los muchachos en la planta baja, y ahora mi
erección hinchaba notablemente el tiro del pantalón. Pero mi
excitación no podía compararse con la de Héctor, que -quizás por
ser su primera vez en una situación de sexo grupal-, no sólo tenía
una erección sino que se había desenfundado los jeans y su líquido
pre seminal atravesaba la tela de los boxers.
Ver cómo me gozaba a su hembra le
había disparado las hormonas y las ganas a un nivel estratosférico.
Estaba dispuesto a penetrarla, sin más, pero yo, que también estaba
como un cañón, le dije... espera, los manjares se comen lentamente
para disfrutar cada bocado. Y esto era un bocatto di cardinale.
Incorporándome, le ofrecí la mano a
Laila. La puse de pie y desvestí a nuestra gata en celo
íntegramente, mientras él veía embobado desde el sofa el infame
acto de que otro macho desnudase a su mujer. ¡Infame pero
jodidamente excitante! Una vez desnuda, la recorrí con mis manos,
gozando de sus respingos, reacciones y gemidos. Cuando llegué a su
vientre, con un vello corto y bellamente cuidado, pude comprobar que
no sólo nosotros estábamos muy excitados, sino que ella chorreaba
líquidos por la cara interna de sus muslos.
Esa fue la señal para que Héctor se
pajease sin rubor alguno, mientras que yo me acercaba a la boca de
Laila. Pero ella no quiso besarme... en la boca. Se arrodilló sobre
la ropa que le acababa de quitar y se tragó mi glande en medio
segundo. Era tremendamente buena lamiendo y chupando. Una mamadora
natural.
Aunque sus manos no tenían mucha
experiencia y apretaba un poco más de la cuenta, su boca parecía
hecha a la tarea desde que nació. Ensalivaba de arriba a abajo,
regaba la saliva hasta las bolas, y se empujaba el pene todo lo
adentro que podía. La cantidad de saliva con la que babeaba mi
ariete era tal que deslizaba en hilos gruesos hacia el piso. Mientras
yo buscaba algún lugar de dónde agarrarme para que no me flaquearan
las piernas, Héctor deliraba de placer, y se había sacado toda la
ropa.
Él aprovechó la situación de Laila
para acercarse, y llevó una de las manos de ella a su propio pene.
Parece escena de película porno de bajo presupuesto, pero esas cosas
pasan a veces. Nuestra mamadora estaba de rodillas, frente a dos
hombres desnudos (yo todavía usaba mi camiseta) y mientras chupaba
mi huevo como si fuese el único en el planeta, con su mano derecha
pajeaba a Héctor, dejando la izquierda firmemente agarrada a mi
cuerpo, para mantener el equilibro.
De ahí en adelante, el universo era de
colores y los límites parecían haberse borrado. Nuestras manos
volaron por los pechos durísimos de Laila y ella respondía chupando
alternativamente a Héctor y a mí, que cómplices, estábamos
perfectamente alineados para la comodidad de ella, como en una
coreografía que nunca habíamos ensayado.
El placer puede prolongarse mucho en
esta circunstancia si hay buen control. Pero precisamente, como ya
los compañeros habían bebido algo, y él es más joven que yo,
estaba llegando rápidamente al punto de no retorno. Al notarlo,
Laila le hizo una jugada maestra: rodeó reborde del glande de él
con su lengua, y lo miró con una picardía tan tremenda que el pobre
muchacho explotó en un chorro de leche. Su orgasmo y eyaculación
fueron un grito y un traspiés. Perdió el equilibrio y al apoyarse
sobre la mesilla, hizo caer uno de los tres vasos, aún con bastante
ron.
Lamentablemente, esa situación debía
ser atendida para evitar que nadie resultase herido. Me dispuse a
recoger los vidrios, aún con la erección bastante firme. Fue
entonces que salió Johanna de su encierro, a ver qué estaba
pasando.
Desde la puerta del cuarto, a la que se
asomó con una bata transparente, abierta al centro y sin ropa
interior, hizo una rápida inspección de la situación, y con su
habilidad de bruja para saber cómo iban las cosas, nos dijo: “Laila,
Alejo, vengan al cuarto, quiero jugar en esta fiesta. -y siguió,
mirando con picardía a Héctor-, tú si quieres, descansa en el
sofá, y cuando estés listo pasas”...
Lo que hicimos Johanna y yo con Laila
es otra historia. Un día se las contaré.