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31.10.14

La cantante de jazz



Que cantaba muy bien. Eso fue lo que me dijo Héctor para describirme figurativamente sus habilidades con el micrófono. Y allí la tenía, de rodillas frente a mí, con la mitad de mi carne en su garganta, hurgándole la piel del paladar y placenteramente rozando mi glande alternativamente entre sus labios. Verdaderamente cantaba bien...




Nunca he creído en el destino. Eso de que las cosas están escritas en un librito o en los astros me parece una pendejada enorme, pero a veces algunas cosas lo ponen a uno a pensar mejor, o por lo menos un poco más, en las convicciones propias.















Las cosas empezaron una tarde que estaba en el Millenium, ese mall de forma horrorosa que vendió hasta la disposición de las sillas de la feria para formar el logo de un refresco. Sin embargo, estaba allí en uno de los restaurantes que más me gustaba visitar, junto con mi mujer. Nuestra mesa era al aire libre y se separaba del pasillo por una barrera metálica a medio cuerpo, que permitía una visión perfecta de todo lo que se moviese por allí. Para ella, culos masculinos, paquetes, abdominales, pectorales, rostros, bíceps. Para mí culos femeninos, piernas infinitas, cinturas, caderas, tetas, ojos... y así fue que me enganché con Laila.


Venía hacia mí una muchacha de unos 20 a 23 años, con una sonrisa limpia, genuina, de esas que no quedan muchas (sonrisas, no muchachas); y unos ojos achinados, como de gata en celo, del mismo color que la miel que cubría mi ensalada. Piel blanquísima y cabello pelirrojo, obviamente entintado. Rellenita y de baja estatura, era como un durazno llamándome a morder. A su lado iba un joven no menos grueso, de estatura media y de nariz prominente. Era Héctor, pero claro, aún no lo conocía. Los vi pasar y le comenté a mi compañera lo fantástico que sería inventar algo con esa pareja tan joven. Nosotros les llevábamos no menos de 10 años a ellos.






























































El episodio no pasó de allí, y casi lo había olvidado, hasta que un día me encontré en las redes de ligue swinger con el perfil de una pareja que buscaba intercambios. Les escribí y el sonido típico del chat me dejó saber que había respuesta. Al cabo de unos minutos decidimos intercambiar fotos y casi se me cae la quijada al comprobar quiénes eran. Efectivamente se trataba de Héctor y Laila, y querían matar las ganas esa misma noche. No vacilé y los invité al apartamento a que pasaran un rato.


Johanna, que así se llama mi compañera, ya estaba lista para dormir porque al día siguiente la esperaba una dura labor desde muy temprano, así que me encomendó mucho que no hiciéramos demasiado ruido y que luego le contara cómo me había ido.


Mientras los invitados llegaban tuve oportunidad de verificar cada detalle de mi higiene; quería dar la mejor impresión posible a ambos. Además, como no tenía vino, saqué la infaltable de ron añejo, y le pedí a los chicos que trajesen cola negra. Limón había en casa.


Cuando llegaron, estaban muy encendidos... aparte de un poco bebidos, también estaban excitados. Se notaba que se habían estado toqueteando en el carro durante el corto viaje. En el ascensor, él no dejaba de meterle mano y de una vez me invitó a incorporarme, pero yo preferí llevar las cosas con más calma. Prefiero degustar lentamente que llenarme de sopetón.


Entramos a casa y nos sentamos en el sofá. Yo había colocado un disco de jazz y había sido cuidadoso de dejar encendidas sólo las luces de piso, así que nos acompañaba una iluminación cálida y una trompeta o una guitarra aparecían de vez en vez para amenizar la conversa, que fue corta. Nos habíamos presentado en el ascensor, y no quedaba mucho más por averiguar.


Cuando me disponía a entregarle los vasos de cuba libre a la pareja, Laila decidió dejar caer hacia el brazo uno de los tirantes de la blusa que usaba, con lo que su seno blanco, con el erguido pezón rosado, era tan tentador como un helado de fresa al mediodía. Sin perder tiempo, Héctor le cogió la teta expuesta y yo me acerqué para lamer la punta delicada. Cuando la probé un rato, succionando, lamiendo y calentando la piel, sin previo aviso le pasé un hielo por la nuca, y soltó un grito leve, y sonreída se sacó la blusa con la excusa de mostrarme cómo se le había erizado toda la espalda. Y los pezones ahora lucían erguidos, rígidos, erectos.

































Yo estaba muy cómodo, con un pantalón ligero, camiseta sin mangas y cero ropa interior. Había cogido unas sandalias para buscar a los muchachos en la planta baja, y ahora mi erección hinchaba notablemente el tiro del pantalón. Pero mi excitación no podía compararse con la de Héctor, que -quizás por ser su primera vez en una situación de sexo grupal-, no sólo tenía una erección sino que se había desenfundado los jeans y su líquido pre seminal atravesaba la tela de los boxers.

Ver cómo me gozaba a su hembra le había disparado las hormonas y las ganas a un nivel estratosférico. Estaba dispuesto a penetrarla, sin más, pero yo, que también estaba como un cañón, le dije... espera, los manjares se comen lentamente para disfrutar cada bocado. Y esto era un bocatto di cardinale.


Incorporándome, le ofrecí la mano a Laila. La puse de pie y desvestí a nuestra gata en celo íntegramente, mientras él veía embobado desde el sofa el infame acto de que otro macho desnudase a su mujer. ¡Infame pero jodidamente excitante! Una vez desnuda, la recorrí con mis manos, gozando de sus respingos, reacciones y gemidos. Cuando llegué a su vientre, con un vello corto y bellamente cuidado, pude comprobar que no sólo nosotros estábamos muy excitados, sino que ella chorreaba líquidos por la cara interna de sus muslos.


Esa fue la señal para que Héctor se pajease sin rubor alguno, mientras que yo me acercaba a la boca de Laila. Pero ella no quiso besarme... en la boca. Se arrodilló sobre la ropa que le acababa de quitar y se tragó mi glande en medio segundo. Era tremendamente buena lamiendo y chupando. Una mamadora natural.


Aunque sus manos no tenían mucha experiencia y apretaba un poco más de la cuenta, su boca parecía hecha a la tarea desde que nació. Ensalivaba de arriba a abajo, regaba la saliva hasta las bolas, y se empujaba el pene todo lo adentro que podía. La cantidad de saliva con la que babeaba mi ariete era tal que deslizaba en hilos gruesos hacia el piso. Mientras yo buscaba algún lugar de dónde agarrarme para que no me flaquearan las piernas, Héctor deliraba de placer, y se había sacado toda la ropa.

Él aprovechó la situación de Laila para acercarse, y llevó una de las manos de ella a su propio pene. Parece escena de película porno de bajo presupuesto, pero esas cosas pasan a veces. Nuestra mamadora estaba de rodillas, frente a dos hombres desnudos (yo todavía usaba mi camiseta) y mientras chupaba mi huevo como si fuese el único en el planeta, con su mano derecha pajeaba a Héctor, dejando la izquierda firmemente agarrada a mi cuerpo, para mantener el equilibro.










































De ahí en adelante, el universo era de colores y los límites parecían haberse borrado. Nuestras manos volaron por los pechos durísimos de Laila y ella respondía chupando alternativamente a Héctor y a mí, que cómplices, estábamos perfectamente alineados para la comodidad de ella, como en una coreografía que nunca habíamos ensayado.


El placer puede prolongarse mucho en esta circunstancia si hay buen control. Pero precisamente, como ya los compañeros habían bebido algo, y él es más joven que yo, estaba llegando rápidamente al punto de no retorno. Al notarlo, Laila le hizo una jugada maestra: rodeó reborde del glande de él con su lengua, y lo miró con una picardía tan tremenda que el pobre muchacho explotó en un chorro de leche. Su orgasmo y eyaculación fueron un grito y un traspiés. Perdió el equilibrio y al apoyarse sobre la mesilla, hizo caer uno de los tres vasos, aún con bastante ron.
































































Lamentablemente, esa situación debía ser atendida para evitar que nadie resultase herido. Me dispuse a recoger los vidrios, aún con la erección bastante firme. Fue entonces que salió Johanna de su encierro, a ver qué estaba pasando.


Desde la puerta del cuarto, a la que se asomó con una bata transparente, abierta al centro y sin ropa interior, hizo una rápida inspección de la situación, y con su habilidad de bruja para saber cómo iban las cosas, nos dijo: “Laila, Alejo, vengan al cuarto, quiero jugar en esta fiesta. -y siguió, mirando con picardía a Héctor-, tú si quieres, descansa en el sofá, y cuando estés listo pasas”...



Lo que hicimos Johanna y yo con Laila es otra historia. Un día se las contaré.  

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